Cuidadosamente arropé a mi hijo y le di un beso en la frente. La mayor parte de los moratones se habían tornado ya amarillos, pero uno me preocupaba, blando, tumefacto. Me aseguré de que las persianas estaban bien ajustadas, no quería que la luz exterior perturbara su sueño. Antes de salir me detuve unos instantes a contemplar su rostro; dormía profundamente. Cerré la puerta sin hacer ruido, y con mucha suavidad le di tres vueltas a la llave.